El Doble Yo de Sigmund Freud (Cuento rupestre)

Por Diego Martínez Celis



–¡Firme aquí, Herr Freud!

A regañadientes, Sigmund Freud tomó la pluma grabada con una esvástica que le ofreció el oficial de la Gestapo, y estampó por última vez su firma (y la huella de sus zapatos) en territorio Austriaco.

Muy pocas veces, en sus 82 años, se había atrevido a salir de Viena. A pesar de haber tratado a miles de pacientes de múltiples neurosis y fobias, le costaba aceptar que le había hecho el quite a su propio gran miedo: viajar.  El creciente antisemitismo nazi en la recién anexada Austria lo obligaba a traspasar la puerta que lo conducía al temido abismo del destierro.

En el viaje hasta Londres tendría que atravesar Alemania y someterse a engorrosos retenes, por lo que prefirió la ruta más larga (pero segura) del sur, pasando por cientos de pueblitos anónimos en lo profundo de los Alpes.  

Una noche, mientras Martha y Anna dormían profundamente en su camarote, Sigmund aprovechó una parada del tren para bajarse y a hurtadillas aprovisionarse de puros, placer que con celo le vetaban su esposa y su hija desde que le fuera diagnosticado un cáncer terminal en el paladar.

Mientras fumaba aliviado a las afueras de la estación, observó que a media cuadra titilaban las lámparas del interior de una pequeña librería, y calculando que aún le quedaba tiempo para abordar se dejó llevar por el aroma de los libros, otra de sus manías incurables. Al entrar, percibió que la estrechez del umbral contrastaba con la amplitud de los anaqueles, que tapizaban de libros todas las paredes hasta el techo. Abrumado por aquel inesperado universo bibliográfico y ante el apremio del silbato del tren, decidió aplicar su método de libre asociación para escoger el ejemplar que lo acompañaría en lo que le restaba del viaje. Cerró los ojos e interpretó la primera imagen que dibujaba su inconsciente… Se vio a sí mismo transmutado en piedra, completamente inmóvil y enterrado… Abrumado por la repentina visión, se recompuso con afán sacudiéndose y extendiendo los brazos hasta hacer bailar las puntas de sus dedos en el aire.

–¿Se encuentra bien el señor? Le preguntó el librero que lo observaba atónito.

–Busco un libro sobre piedras… sobre estatuas de piedra.

–Déjeme ver… Sí, aquí tenemos este “Monumentale Vorgeschichtliche Kunst. Ausgrabungen im Quellgebiet des Magdalena in Kolumbien und ihre Ausstrahlungen in Amerika”  del etnólogo Konrad Theodor Preuss, quien en 1913 viajó hasta…–; Sigmund se lo arrebató y lo abrió con avidez, justo en la página que resguardaba la hoja de una planta de los Andes tropicales que, ya otoñal, cayó sobre sus pies.

–¡Coca! –gritó Sigmund.

–¿Perdón? 

–¡Es una hoja de coca, Erythroxylum coca, poderosa planta con propiedades analgésicas y estimulantes originaria de América del Sur!... 

Su mirada se extravió al recordar a su amigo Ernst von Fleischl-Marxow, a quien trató durante muchos años con cocaína y cuya adicción finalmente lo llevó a la muerte. Sigmund nunca se perdonó por ello. Volvió a la página de donde se había desprendido el espécimen botánico y advirtió una lámina que llamó poderosamente su atención y cuyo pie de foto rezaba “Figura doble; Alto de Las Piedras, San Agustín”. Se trataba de un gran monolito que representaba a un ser complejo, humano pero con rasgos felinos, que soportaba sobre su espalda a otro ser más animal, mixtura de jaguar y caimán, dispuesto  sobre el de abajo como un centinela, conductor y guía de su pensamiento.

Sigmund, quien revolucionó el estudio de psique humana y había establecido un  modelo para explicar la estructura de la mente -conformada por el ello, el yo y el superyó-, experimentó repentinamente una intuición que, de comprobarse, echaría por la borda más de cincuenta años de investigaciones. Pagó dos marcos al librero y corrió, con el menguado arresto de un hombre de su edad y condición, hasta llegar a la desolada estación desde donde el tren se veía reducido a un pequeño y difuso punto luminoso que se perdía entre la bruma de los Alpes. Resignado, y con el libro entre las manos, veló toda la noche sobre una banca de madera, sumergido e hipnotizado con la descripción del viaje y hallazgos de Preuss en aquella insospechada Kolumbien.

Desde aquí los sucesos son confusos. No se sabe cómo Sigmund terminó abordando un barco carguero en Burdeos, donde dejó su último registro; ni cómo lograría alcanzar el puerto de Barranquilla en Colombia, desde donde debió abordar un vapor por el río Magdalena hasta Neiva, y de allí remontar, con no pocas penalidades, el macizo colombiano hasta San Agustín.

Lo cierto es que en San Agustín, los más viejos aún recuerdan la llegada de “don Segismundo”, como un anciano moribundo que bien pagaba con moneda extranjera por grandes atados semanales de hojas de coca. Cuentan que se curó de un cáncer y que llegó a sobrepasar los cien años, y que hasta tuvo tres hijos con tres diferentes mujeres; que como un jaguar salía a cazar por las noches sin armas, solo con sus manos, y que nadaba en las aguas de los ríos crecidos y pescaba con sus dientes con la destreza de cualquier caimán. Dicen que duraba tardes enteras contemplando las estatuas de los indios antiguos, que las cuestionaba en voz alta mientras anotaba en una libreta lo que parecían ser respuestas que sólo él podía escuchar.

Un día más no lo vieron, ni presumido como muerto se halló su cadáver; pero en el Alto de Las Piedras permanece erguida una estatua que nadie había advertido antes y en que dicen que transmutó el mismísimo “don Segismundo”; es aquella tan famosa en los libros que hoy llaman el Doble Yo.




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