Nombrar para apropiar. De “piedras pintadas” a “arte rupestre”.

Por Diego Martínez Celis

Se comparten algunas reflexiones sobre las maneras en que se nombra el objeto que inspira este blog, es decir, el arte rupestre –o las pinturas y grabados realizados sobre superficies rocosas por grupos indígenas en el pasado–, y la incidencia en su apropiación por parte de diversos actores y desde diferentes ámbitos en que se resignifica y valora en el presente.

Fotomontaje a partir de fotos de Diego Martínez C.
y https://www.didjshop.com/AboriginalCulture_preserve-rock-art.html



Durante las jornadas de trabajo de campo en búsqueda de arte rupestre, o las pinturas y grabados inscritos sobre rocas, suele ser común, al momento de interrogar a los habitantes de la zona, enfrentarse a la dificultad de hacerse entender sobre el objeto en cuestión. Muchas otras son las maneras como se advierte que coloquialmente se les nombra: en Colombia: piedras pintadas, piedras del indio, piedras del diablo; en Venezuelamuñecos o monifatos, en el Orinoco: Tepu - Mereme (piedra pintada), entre los indios Baniva: Ippaianata (piedra-escritura), los Caribe les llaman: Timehri (piedra pintada) y los Yanomami Oni Maapë Je (piedra pintada); en Brasil: letreirosItacoatiara (tupi); en República Dominicana: caritas de indios; en Chile: piedras con monos o piedras pintadas; en México: jeroglíficos  o símbolos de indios; en Nicaragua: piedras pintadas, y  también en otras partes del continente: inscripciones, piedras talladas, letrerías, piedras garabateadas, pictogramas, etc.


–¡Bueeenas!... ¿sumercé sabe dónde hay arte rupestre por aquí?
–¿...?
Piedras pintadas de los indios...
–¡Ah, si, pu`allá arriba hay varias!... ¡pero eso mejor dejen quieto!...

Don Jorge, natural de Suesca (Cundinamarca), 
indicando la ubicación de las piedras pintadas 
en su predio. Foto de Diego Martínez Celis, 2014. 

Este diálogo podría ser solo una anécdota más de las que ocurren cuando un grupo de citadinos se adentra en campos y veredas ignotas, pero en el fondo la confusión parece reflejar profundas diferencias en las maneras de comprender estos objetos por parte de los diversos actores que intervienen en su valoración, y en su repercusión al momento de llevarse a cabo acciones de gestión patrimonial (investigación, conservación, divulgación, protección normativa y manejo) de estos sitios que el Estado ha declarado como patrimonio arqueológico.

En general las personas naturales, o con cierta permanencia en una zona rural, suelen conocer bien estos lugares que, más que como objetos “inertes” para el estudio del pasado (o arqueológicos), reconocen como espacios que tienen diversos usos y múltiples significaciones transmitidas de sus ancestros (ver al respecto las investigaciones de Ana Lucía Flórez, de Laura López o de Nelson Hurtado). En este sentido, y como las consideran los indígenas del valle de Sibundoy, las piedras pintadas estarían “vivas”.

Don Alfonso Cañon, natural de Sutatausa (Cundinamarca), 
contando historias relacionadas con las piedras pintadas
de su municipio. Foto de Diego Martínez Celis, 2014. 

Por otro lado, a partir de mediados del siglo XX, en especial desde ámbitos académicos y científicos europeos, se ha venido imponiendo el término arte rupestre que, gracias a su amplia difusión a través de múltiples medios (impresos, audiovisuales, electrónicos), parece gozar hoy día de cierta naturalización y amplia popularidad, aun a pesar de los reclamos disidentes por parte de algunos investigadores. Al respecto, hace algunos días durante la presentación de los resultados de un proyecto de arqueología en la región de Sogamoso (Boyacá, Colombia), un arqueólogo afirmaba: “nosotros no consideramos hablar de ‘arte rupestre’, por que eso no es arte,  es algo más complejo... el ‘arte’ sería un minimización de algo tan complejo como la inscripción de la roca... la gente habla de ‘arte rupestre’ sin saber la barrabasada que esta cometiendo cuando hace esta afirmación... nosotros hablamos de ‘inscripciones rupestres...”. De reclamos como este es pletórica la historia de la investigación de las pinturas y grabados inscritos sobre superficies rocosas, que en especial cuestionan la nominación de su objeto de estudio bajo la vaguedad del concepto de “arte”. Así, cada cierto tiempo surgen términos como manifestaciones rupestresobras rupestres, expresiones rupestres, gráfica rupestre, pictopetroglifos, etc. que, sumados a los también ya naturalizados pictografía (pinturas) y petroglifo (grabados), aportan a lo que pareciera la erección de una torre de babel en el estudio de estas manifestaciones.


Pictograma en recuperación...”. 
Valla instalada en el Parque Arqueológico de Facatativá
Foto de Vacatatyba Semillero, 2016

Desde el ámbito estatal el arte rupestre está considerado dentro del universo de bienes inmuebles del patrimonio cultural y, más específicamente, del patrimonio arqueológico, razón por la que también está siendo denominado como patrimonio rupestre. Incluso, algunos grupos en proceso de reetnización o “neoindígenas” lo consideran como un patrimonio ancestral.


“Cuidemos y protejamos nuestro patrimonio arqueológico”. 
Valla instalada por estudiantes de la  IED de Sutatausa.
Foto de Diego Martínez Celis, 2014. 

El asunto se  torna más complejo cuando se advierte que, dentro del ámbito del estudio del arte rupestre, también se han incluido a los geoglifos, al arte mobiliar con tradición rupestre, o a las huellas del afilado de instrumentos (afiladores) o procesamiento de alimentos (metates);  e incluso a la arquitectura rupestre y otra gran diversidad de manifestaciones como estelas, bajo y alto relieves, litoesculturas, menhires, monolitos, alineaciones de líticos, estatuas y, en general, cualquier obra humana realizada sobre superficies o soportes pétreos por sociedades que desarrollaron o no la escritura (históricas o prehistóricas).

Al respecto me permito comentar una anécdota: si se revisa en wikipedia.org, se advierte que no existe una entrada para el término arte rupestre, pues al ingresarlo se re-dirige inmediatamente al término pintura rupestre. ¿La razón?... hace un par de años quien escribe estas líneas advirtió que el término arte rupestre se definía en dicha web como aquellas obras arquitectónicas realizadas sobre roca viva (como la ciudad de Petra, Capadocia o algunas iglesias rupestres de Italia). Aprovechando su oferta de edición abierta, se inició una discusión al respecto argumentando que el término se refería de manera más precisa a las pinturas y grabados realizados sobre soportes naturales, tal y como se acepta para su equivalente en inglés rock art. La discusión no se logró zanjar y el administrador del sitio optó, “salomónicamente”, por eliminar la entrada de Wikipedia. Pero por otra parte, si se busca en Google, se advierte que la primera entrada que se muestra al ingresar arte rupestre dirige a la introducción al tema publicada en Rupestreweb.info, pagina web donde desde el año 2000 publicamos cientos de artículos en torno a este objeto de estudio. 

Más allá de ser un asunto meramente nominal, lo que va de piedras pintadas a arte rupestre parece entrañar las diferentes maneras de concebir, relacionarse, valorar, manejar, apropiar o tener dominio sobre estos objetos desde ámbitos tan diversos como la tradición oral, la “cultura popular” o los sectores académicos, técnico-científicos o estatales (normativos). 

En la actualidad, para el caso de la región central de Colombia, no contamos con ninguna referencia sobre la manera en que sus posibles artífices, los indígenas del altiplano cundiboyacense (anteriores o contemporáneos a la invasión europea en el siglo XVI), nombraban estos lugares. Con base en lo consignado en algunas crónicas españolas se podría especular que estos fueron ”sitios sagrados”, de culto, en los que se realizaban ciertos rituales o que, al igual que hoy para ciertas comunidades indígenas o rurales, eran repositorios de tradicionales mitos o leyendas. Sea cual fuere su nominación original, sabemos que por lo menos desde el siglo XIX se conocen como piedras pintadas, y que muchas de ellas recibieron apelativos como piedras del indio o del diablo (en un evidente intento de satanización impuesta desde el imaginario católico sobre lo indígena). Fue solo hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX que se empezaron a denominar -por viajeros y científicos- bajo términos procedentes de la tradición positivista europea;  así, se aplicaron jeroglífico, pictograma, pictografía, petroglifo y, más tarde, arte rupestre


Tradicionalmente conocida como “piedrapintada” de Aipe, 
en esta acuarela de la Comisión Corográfica (1850-1859), 
se describe con la leyenda “piedra con jeroglíficos”.
Biblioteca Nacional de Colombia. 

Es decir, fue a partir del abordaje académico o científico europeo que se implantó una nueva forma de ver y de nombrar estos objetos (que siguen haciendo parte de los espacios cotidianos de comunidades indígenas y rurales), propiciando así la desestimación de las formas tradicionales de nominarlo, y relegándolas marginalmente al terreno de lo popular, lo folclórico o, incluso, lo simplemente anecdótico.

De esta manera se podría afirmar que desde hace poco más de un siglo, a partir del ejercicio de su denominación, las pinturas y grabados de tradición indígena han venido experimentando una creciente resignificación en función de su comprensión como objeto para el estudio científico del pasado, en reemplazo de las resignificaciones que tradicionalmente vienen elaborando las comunidades locales que durante siglos convivieron con estos objetos, que hoy día afirma “descubrir” la ciencia y aspira “registrar” el Estado como testimonio de la identidad cultural nacional (Ley 1185 de 2008).      

Cuando desde el Estado y su régimen legal o instrumentos normativos, se etiquetan estas expresiones como “patrimonio arqueológico”, parecería que se extraen de la esfera de lo cotidiano de las comunidades para inscribirse en el de los objetos de estudio científico y de los bienes del patrimonio cultural que deberían ser investigados, intervenidos o manejados solo por entidades o profesionales idóneos.

Muchas de las investigaciones que sobre estos objetos se llevan a cabo con financiación pública, no solo se esfuerzan en realizar refinadas documentaciones, sino que buscan proponer hipótesis sobre su significación que, cuando no se limitan a la práctica “tautológica” de “aportar al avance de la ciencia”, parecen apostarle a la esperanza de brindar elementos para estimular su valoración social y por ende su protección. Sin embargo, en la mayoría de los casos ya no se cuenta con comunidades locales herederas de la tradición cultural bajo la cual se elaboraron estas manifestaciones, o simplemente no se reconoce que las visiones y versiones, que actualmente tienen sobre estos objetos dichas comunidades, sean válidas como elementos de juicio para apoyar tales hipótesis. Esto se hace más evidente cuando se abordan desde una perspectiva arqueológica, es decir, enfocada en la materialidad del objeto y su relación con el contexto espacial, pero sin tener en cuenta el actual contexto cultural local mediante el cual se siguen resignificando.

Asumir estas manifestaciones como arqueológicas, las posiciona en una particular dimensión que no solo implica una forma de abordarlo para su comprensión, sino que, en conjunción con su valoración como patrimonio (arqueológico), se constituye en la fórmula para el monopolio de su significación y gestión por parte de sectores especializados (académicos, científicos, técnicos o estatales), en detrimento de las formas que tradicionalmente han practicado las comunidades.

Por ejemplo, desde la normativa se aduce que toda intervención sobre patrimonio arqueológico debería realizarse por personal calificado y a través de una licencia arqueológica, sin embargo hay casos en que las comunidades llevan a cabo intervenciones directas como parte de sus prácticas tradicionales. En el Putumayo, Ana Lucía Flórez documentó el caso de una piedra con grabados sobre la cual los indígenas siembran borrachero y ají “para evitar que las ‘culebras dibujadas’ cobren vida y se coman a la gente”; en el Guainía, Manuel Romero Raffo, registra  “la práctica cultural de repisar el bruñido [de los petroglifos] en el marco de actividades rituales o de desplazamientos durante la estación seca”. 



Sobandera inga junto a una “piedra con dibujos de culebras”,
piedra que había 
cubierto con más piedras y protegido,
sembrando borrachero y ají rocoto, 
para prevenir que 
las culebras dibujadas fuesen a recobrar vida y comer gente. 
Foto e investigación de Ana Lucía Flórez, 2009
en 
http://www.rupestreweb.info/piedrasvivas.html

Miembros de la comunidad Curripaco en la amazonía colombiana
repisando grabados rupestres.  

Foto e investigación de Manuel Romero Raffo, 2003.

Otro caso, más complejo, se presentó hace poco tiempo en Suesca (Cundinamarca), donde miembros de una comunidad en proceso de reetnización (“neo-muiscas”) decidió pintar su propio arte rupestre junto y sobre pinturas indígenas prehispánicas.


Detalle de una pintura contemporánea
inscrita sobre un sector con pintura rupestre prehispánica. 

Foto de Diego Martínez Celis, 2016.

Si a estos casos se le suma la cada vez más recurrente práctica de realizar graffiti (de tradición urbana) sobre muros con pinturas indígenas, se podría advertir que, desde una perspectiva antropológica, la necesidad humana de marcar las rocas no se ha interrumpido, y que las huellas de estas “intervenciones” terminarán sumándole elementos culturales al sitio (a manera de pátina histórica y palimpsesto), que lo re-potenciarían como objeto arqueológico que brindaría luces para la reconstrucción del pasado (es decir, este presente) en el futuro (al respecto ver Palimpsestos rupestres: ¿perversiones de la memoria?).

Se suele aducir que las alteraciones a los sitios con arte rupestre causadas por guaquería o graffiti son “vandálicas”; pero, aunque aquí no se les busca defender, se debería aceptar que en sí mismas constituyen huellas que le suman historicidad. Para ilustrar con un caso, basta referir al conjunto de pinturas republicanas conocida como “Los presidentes”, elaboradas en 1915 sobre un sector con pinturas prehispánicas del parque arqueológico de Facatativá. Dicho mural, elaborado como homenaje al político Rafael Uribe Uribe en el primer aniversario de su asesinato, no solo no ha sido considerado como una intervención negativa, sino que hace poco fue restaurado, como un gesto de reafirmación de su valor como documento histórico (y quizás simbólico) por parte de expertos financiados por el Estado, al tiempo que se eliminaron cientos de graffitis de otros sectores del mismo parque (en el que se podían advertir muestras de más de 100 años). Aquí valdría preguntarse ¿qué criterios se siguieron para favorecer la conservación de unas pinturas sobre las otras, si se llevó a cabo algún tipo de debate público o si se consultó a la comunidad sobre qué memoria (la prehispánica o la repúblicana) preferían conservar? Al parecer no, todo fue resuelto por los especialistas y los representantes del Estado. 


Imágenes de los actos conmemorativos del primer aniversario del asesinato de Rafael Uribe Uribe, tomadas de la primera película realizada en Colombia en 1915, titulada “El drama del 15 de octubre”. Para dicha ocasión se mandó pintar un mural alegórico del “martir” junto a otros políticos liberales, sobre un grupo con pinturas rupestres prehispánicas del parque de Facatativá, en ese entonces conocido como “Piedras del Tunjo”. Fotogramas  del Archivo histórico cinematográfico de Los Acevedo. Fotografía a color de Diego Martínez Celis, 2010.


De esta manera se pretende advertir la complejidad cultural del fenómeno rupestre. Las pinturas o grabados que desde hace miles de años han quedado plasmadas sobre superfícies pétreas, no solo representan el pasado (prehispánico), sino que reflejan también el presente, pues la humanidad no ha dejado de usar estos soportes naturales para consignar ideas y comunicar mensajes, pero, sobre todo, no ha dejado de resignificarlas, bajo sus particulares y siempre cambiantes formas de interpretar el mundo. Por tal razón, el hecho de nominarlas de alguna manera no es un simple asunto formal, sino que deja entrever la imposición que se ejerce desde el lenguaje de quien se apropia de ellas (la academia, la ciencia, el Estado, diversas comunidades, etc.) con diferentes propósitos (como objeto de investigación, de control político, referente de identidad, legitimación étnica o territorial, etc.) a través de su resignificación y su manejo.  

Desde la perspectiva del patrimonio cultural, el arte rupestre debe reconocerse en su multiplicidad de significaciones, pues limitarlas a lo “arqueológico” o a lo “científico” sería desconocer toda las capas de sentido que, superpuestas como los pisos de una Torre de Babel, se esconden tras sus otras nominaciones tradicionales o alternativas. El reconocimiento de este palimpsesto nominal, pero sobre todo el rescate de aquellos significados y nombres hoy desplazados por la jerga positivista, aportaría a abrir el espectro de su apropiación social a actores y sectores marginados de su gestión patrimonial, y le sumaría valor cultural a estas piedras pintadas, más en una sociedad como la colombiana que afirma reconocerse constitucionalmente como pluriétnica y multicultural.

Torre de babel rupestre.
Fotomontaje sobre una pintura de Pieter Brughel (1563)- 


Comentarios

  1. Excelente trabajo! que sigan los éxitos...

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  2. El término conceptual de la expresión plástica siempre estará determinado por en contexto social en donde será aplicado.

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  3. “Entonces, dentro de este enfoque, el término "arte", debería ser dejado de lado, ya que lleva implícitas valoraciones estéticas y connotaciones interpretativas que no deben ser consideradas a priori dentro de una perspectiva como la Arqueología. En reemplazo se propuso el término "Representaciones Rupestres" como una alternativa posible” (María Isabel Hernández Llosas 1985).

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  4. Creo que, todavía, estamos como los primeros científicos de la Edad Media, que compartían sus investigaciones y tenían que "traducir" sus unidades de medida, dado que se manejaban con nombres y cantidades distintas (por ejemplo, uno escribía en términos de palmos, pies, libras, etc...y el que recibía esa comunicación tenía que "traducirlas" a peso, metro, etc... Yo confío en que, tarde o temprano, lograremos construir un paradigma a partir del cual podremos comunicarnos mejor quienes estamos apasionados por las "Representaciones Rupestres".

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  5. Carlos Daniel Gallardo concuerdo en que aún hay cierto disenso en este campo. Por mi parte considero que "representación rupestre" tambien tiene problemas de sesgo en cuanto a qué da por hecho que los grabados o pinturas sobre roca necesariamente "representan" algo. Reitero que lo más simple y claro es denominarlas simplemente pinturas o grabados rupestres, es decir atendiendo principalmente a sus técnicas de ejecución que no tienen discusión.

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