El Doble Yo de Sigmund Freud (Cuento rupestre)
Por Diego Martínez Celis –¡F irme aquí, Herr Freud! A regañadientes, Sigmund Freud tomó la pluma grabada con una esvástica que le ofreció el oficial de la Gestapo, y estampó por última vez su firma (y la huella de sus zapatos) en territorio Austriaco. Muy pocas veces, en sus 82 años, se había atrevido a salir de Viena. A pesar de haber tratado a miles de pacientes de múltiples neurosis y fobias, le costaba aceptar que le había hecho el quite a su propio gran miedo: viajar. El creciente antisemitismo nazi en la recién anexada Austria lo obligaba a traspasar la puerta que lo conducía al temido abismo del destierro. En el viaje hasta Londres tendría que atravesar Alemania y someterse a engorrosos retenes, por lo que prefirió la ruta más larga (pero segura) del sur, pasando por cientos de pueblitos anónimos en lo profundo de los Alpes. Una noche, mientras Martha y Anna dormían profundamente en su camarote, Sigmund aprovechó una parada del tren para ba...